Así se fraguó el exilio de Edmundo González, la jugada que cambia el tablero político en Venezuela

No le gustaba molestar a nadie. Hablaba poco, no era de iniciar conversaciones, pero cuando alguien le interpelaba respondía con una sonrisa tímida. Era de los últimos diplomáticos de carrera que quedaban en la Cancillería venezolana. Casi todos sus colegas habían sido sustituidos por funcionarios leales a Hugo Chávez, el comandante presidente. Un mundo nuevo surgía mientras el suyo se hundía, quedaba sepultado. Con los que tenía confianza, que en esa época ya no eran muchos, bromeaba y se divertía. Tenía un punto burlón, le gustaba “mamar gallo”. Contaba anécdotas de grandes figuras políticas a los que había conocido trajeado y con un maletín en la mano. Historias desde la trastienda del poder, el lugar que siempre había ocupado por personalidad y por una visión no catastrofista ni acelerada de la vida. Echaba de menos jugar al tenis, tenía un revés nada despreciable. El resto del tiempo lo dedicaba a leer, a escribir libros eruditos y muy específicos destinados a acabar en estanterías cogiendo polvo. Pasaba mucho tiempo con su esposa, con la que vivía en un edificio encaramado en una loma, en un apartamento amplio con un balcón abierto al horizonte cristalino de Caracas. La jubilación, a la vuelta de la esquina, lucía tranquila, sin sobresaltos.

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